Comentario
CAPÍTULO XVIII
Partida de Chichén. --Pueblo de Kauá. --Cuncunul. --Llegada a Valladolid. --Un accidente. --Apariencia de la ciudad. --Fábrica de hilados y tejidos de algodón, perteneciente a don Pedro de Baranda. --Un compatriota. --Revolución mexicana. --Los indios como soldados. --Aventuras de un famoso duende o demonio. --Carácter del pueblo. --Juegos de gallos. --Dificultad de conseguir un informe seguro acerca de la ruta que debíamos seguir. --Partida para la costa. --Comitiva de indios. --Pueblo de Chemax. --Destino del pirata Motas. --Relatos que nos desaniman. --Trastorno de nuestros planes. --El convento. --El cura García. --Fundación del pueblo. --La primitiva historia. --Ruinas de Cobá. --Sepulcro indígena. --Reliquias. --Cortaplumas hallado en el sepulcro
El martes 29 de marzo partimos de las ruinas de Chichén Itzá. Todavía era muy de mañana cuando echamos una rápida ojeada general sobre las grandes ruinas que íbamos a dejar, y en el momento de volverles la espalda sentimos la convicción profunda de que los pocos meses de nuestro viaje formaban una época de interés y admiración, tal cual raras veces se presenta en el discurso de la vida. A las nueve de la mañana llegamos al pueblo de Kauá, distante seis leguas de Chichén, y a las once y media al de Cuncunul, distante una hora de camino de la ciudad de Valladolid. En Cuncunul nos quedamos a comer en espera de los sirvientes y cargadores, que venían detrás.
Allí permanecimos hasta las cuatro de la tarde y entonces nos pusimos en marcha para Valladolid. Hasta los suburbios de la ciudad, el camino estuvo quebrado y pedregoso sin interrupción. Entramos por la plaza de la iglesia de Sisal, que tenía un vasto convento y claustros a su lado, erigidos todos estos edificios sobre un gran cenote, como lo daba a conocer el ruido sordo y hueco de nuestros pasos en el momento de cruzar la plaza. Descendimos por la prolongada calle de Sisal, que tiene algunos edificios a derecha e izquierda, y nos encaminamos a la casa de don Pedro de Baranda, que era la mejor y más amplia de la ciudad. Este caballero se hallaba prevenido ya de nuestra visita, y con eso nos había preparado una casa, y, como nuestro equipaje aún no llegaba, dionos hamacas también, con lo cual al cabo de una hora nos hallábamos tan cómodamente alojados, como pudiéramos haberlo estado en nuestra casa de Mérida. Por allí a medianoche fue Albino a tocarnos a la puerta, acompañado de un solo caballo, que nos traía las hamacas, dándonos la desagradable noticia de que la otra bestia que conducía el daguerrotipo se había escapado, haciendo pedazos el instrumento. Hasta allí lo habíamos hecho conducir siempre a espaldas de un cargador indio; pero el camino de Chichén era tan bueno, que no tuvimos inconveniente en fiarlo a la carga de un caballo. Nuestro único consuelo fue de que no hubiésemos perdido cuanto hasta entonces nos habíamos procurado con su auxilio.
No estuvimos muy de prisa a la mañana siguiente. Teníamos el proyecto de proceder desde Valladolid a la exploración de una comarca mucho menos conocida que cuantas habíamos visitado anteriormente. En nuestra corta travesía de Laguna a Sisal, el capitán Fensley nos habló de unos edificios de piedra situados en la costa cercana al cabo Catoche, llamándolos antiguas fortificaciones españolas. Este relato fue confirmado por otros varios, y al cabo nos llegamos a persuadir que en los dos puntos de la costa denominadas Tancáh y Tulum lo que se tomaba por fortificaciones españolas no eran otra cosa que edificios indígenas. El principal negocio, pues, que nos llevaba a Valladolid era hacer nuestros preparativos para llegar a esos puntos y dar la vuelta al cabo Catoche, bajando hasta la isla de Cozumel. Se nos había asegurado que en Valladolid podríamos obtener cuantos informes necesitásemos acerca de las ruinas situadas en la costa; pero nada pudimos saber del itinerario que debíamos seguir para llegar a ellos, y por consejo de don Pedro de Baranda nos resolvimos a detenernos en Valladolid unos pocos días, hasta la próxima llegada de una persona que se esperaba de un momento a otro, y a la cual se suponía perfectamente instruida en todo lo relativo a aquella región. Entretanto, la detención de algunos días en la ciudad no nos venía muy mal. Valladolid, que fue edificada en los primeros tiempos de la Conquista, contiene más de quince mil habitantes, y se distingue en el país por ser la residencia del vicario general de la iglesia de Yucatán.
Valladolid fue edificada en un estilo conforme a las encumbradas pretensiones de los conquistadores, y lo mismo que otras ciudades de la América española lleva consigo el sello de una grandeza antigua que hoy marcha en rápida decadencia. Los caminos que a ella conducen están casi cerrados, y aun las calles mismas de la ciudad están cubiertas de matorrales. La iglesia parroquial es todavía el objeto más culminante de la plaza, y tanto ese templo, cuanto los de San Juan, San Roque, Santa Lucía, Santa Ana, la Candelaria y Sisal, los mayores edificios de la ciudad, se hallan más o menos maltratados y decadentes.
Los mismos signos melancólicos de decadencia se hacen visibles en las casas particulares. En las calles principales existen grandes edificios destechados, sin puertas ni ventanas, cubiertos de yerbas y arbustos que nacen en las paredes, entretanto, como si se estuviese haciendo una burla cruel del humano orgullo, un frontispicio ruinoso y vacilante aparece aquí y allí blasonado con el escudo de armas de algún orgulloso castellano, distinguido entre los atrevidos soldados de la conquista, cuya raza es hoy enteramente desconocida.
En medio de estos corpulentos edificios en ruina existe uno que contrasta con todos ellos, y que se hace notable por su aire de limpieza y por la apariencia de actividad y vida que en él reina, lo que en ese país parecía un verdadero fenómeno. Era una fábrica de hilados y tejidos de algodón, perteneciente a don Pedro de Baranda, la primera que se estableció en la República Mexicana, y por lo cual como un emblema del nacimiento del gran sistema manufacturero se llamaba "La Aurora de la industria yucateca"; y lo que le daba todavía mayor interés a nuestros ojos era el hallarse bajo la dirección de nuestro compatriota y conciudadano don Juan Burque, o sea Mr. John Burke, de quien ya he hecho referencia como del primer extranjero que hubiese visitado las ruinas de Chichén. No dejaba de hacérsenos muy extraño encontrar en esta desconocida población, en una ciudad medio española y medio indígena, a un ciudadano del Estado de Nueva York. Cuando llegamos a Valladolid, hacía justamente siete años que Mr. Burke se hallaba allí: así había perdido la facilidad de expresarse en su idioma nativo; pero en su traje, en sus maneras, apariencia y sentimientos en nada había cambiado, y difería de todo cuanto le rodeaba. Y de veras que nos fue de mucha satisfacción reconocer que en toda aquella comarca era una no pequeña recomendación el ser compatriota del ingeniero.
Don Pedro de Baranda, el propietario del establecimiento, comenzó su carrera en la marina española; a la edad de quince años era guardia marino a bordo de un navío de línea en la memorable batalla de Trafalgar, y, aunque herido, fue uno de los pocos que escaparon de la terrible matanza de aquel día. Al principio de la guerra de la independencia mexicana, el señor Baranda se hallaba aún en la marina española; pero, siendo mexicano de nacimiento, adoptó la causa de sus compatriotas, y mandaba la escuadrilla mexicana en el bloqueo de San Juan de Ulúa, cuya rendición y ocupación por las fuerzas mexicanas fue la escena final de aquella larga guerra. Después de esto, el señor Baranda se retiró del servicio y fue a establecerse en Campeche, su ciudad natal; pero, como su salud andaba algo delicada, se trasladó a Valladolid, que, a falta de otras recomendaciones, era celebrada por la salubridad de su clima. Había desempeñado los más elevados destinos de honor y de confianza en el Estado, y, aunque su partido no estaba en el poder y había ya perdido su influencia política, había caído conservando el respeto y la estimación de todos y, cosa por cierto rara, atentas las animosidades políticas de aquel país, el actual gobierno formado de sus triunfantes vencedores nos dio cartas de introducción para él.
Retirado del servicio y no sabiendo estar ocioso, la espontánea producción del algodón en las cercanías de Valladolid le indujo a establecer una fábrica de hilados y tejidos. Tuvo que luchar con inmensas dificultades de todo género, y éstas comenzaron con la erección misma del edificio. Sin arquitecto a quien poder consultar, él hizo el plano y procedió a la construcción de la obra: dos veces cedió la bóveda y se desplomó el edificio; pero al fin consiguió su objeto. La maquinaria fue importada de los Estados Unidos, con la cual vinieron cuatro ingenieros contratados: dos de éstos murieron en el país. Cuando en 1835 llegó Mr. Burke, la fábrica apenas había producido setenta piezas de manta, y el costo de dieciocho varas de tejido había montado hasta ocho mil pesos. A la sazón, don Pedro había sido nombrado gobernador, y por una revolución política fue depuesto del oficio; y, cuando los dependientes de la fábrica, poco después del suceso, quisieron celebrar el grito de Dolores, que recuerda el principio de la guerra de la independencia mexicana, fueron todos ellos capturados y metidos en la cárcel, con cuyo motivo la fábrica estuvo sin trabajar seis meses. También se paralizó en otras dos ocasiones; la primera, por haberse perdido la cosecha de algodón, y la otra, con motivo de un hambre; y en todo este tiempo era preciso luchar contra la introducción de los efectos de contrabando que se importaban de Belice. Mas, a pesar de todos estos obstáculos, la empresa había seguido adelante, y en la época de mi visita se hallaba en plena operación.
Paseándonos por el patio, don Pedro nos condujo a los montones de leña, y nos mostró que los troncos todos estaban divididos en cuatro pedazos. Esta leña era traída por los indios a lomo, pagándoseles medio real por carga; y nos dijo don Pedro que, a pesar de haberse afanado para persuadir a los indios a que no trajesen la leña destrozada, supuesto que le estaba mejor el recibirla entera, no había conseguido que alterasen sus hábitos invariables, y uno de ellos es el de destrozar la leña. Con todo, estos mismos indios, en fuerza de la disciplina e instrucción, habían llegado a bastar a todas las exigencias de la fábrica.
La ciudad de Valladolid disfruta de alguna notoriedad por haber sido el lugar en que se dio el primer golpe de la actual revolución contra la dominación de México, y por ser también la residencia del general Iman, bajo cuyas órdenes se dio ese golpe. La consecuencia inmediata fue el haberse expulsado la guarnición mexicana; pero hubo otra, más remota es verdad, pero de mayor consideración e importancia. Allí fue por la primera vez en donde los indios fueron armados para combatir. Ignorando profundamente la clase de relaciones políticas que mediaban entre México y Yucatán, salían en turba de sus pueblos, ranchos y milpas bajo la promesa que les hizo el general Iman de que serían redimidos de la contribución personal. Después del triunfo, la administración que se estableció procuró evitar el pleno cumplimiento de esa promesa; pero se vio obligado a redimir a las mujeres de la parte de contribución (religiosa) que pagaban; y desde entonces los indios quedaron en acecho de la ocasión que se les presentaría para verse redimidos de toda ella. Cuáles pueden ser las consecuencias de hallarse hoy armados, después de tres siglos de esclavitud, y de adquirir de momento en momento la convicción de su fuerza física, es una cuestión de la más alta importancia para el pueblo de aquel país, sin que sea posible prever cuál será la solución (!!!).
A más de eso, Valladolid ha sido el teatro de escenas muy extrañas, allá en los tiempos antiguos. Conforme a los relatos históricos que existen, una vez fue perseguida por un demonio de los de la peor especie que se conoce, de un demonio parlero, que conversaba con todos los que querían oírle de noche; hablaba como un papagayo, respondía a todas las preguntas que se le dirigían, tocaba la guitarra, sonaba las castañuelas, bailaba y se reía, pero sin dejarse de ver de nadie. Después la tomó en tirar pedradas a los tejados, y huevos a las mujeres y a las muchachas, y el piadoso doctor Sánchez de Aguilar dice expresamente: "Y, enfadada una tía mía, le dijo una vez: vete demonio de esta casa, le dio una bofetada en la cara dejándole el rostro más colorado que una grana". Se hizo tan impertinente y molesto el tal demonio, que el cura fue a una de las casas que frecuentaba con el objeto de exorcizarle, pero entretanto el demonio se marchó a la del cura en donde le jugó una buena pasada, después de lo cual se dirigió a donde el cura estaba, y, luego que éste se hubo marchado, refirió a los demás el chasco que le había pegado. Después de esto, comenzó a calumniar a las gentes del pueblo, y el escándalo subió a tal punto, que llegó a oídos del obispo de Mérida, y prohibió so pena de excomunión que se le hablase; y en consecuencia los vecinos se abstuvieron en lo sucesivo de comunicar con él; al principio el demonio lloraba y se quejaba de ello, después hacía más ruido del que solía, y por último se echó a quemar las casas. Los vecinos pidieron el auxilio divino, y después de mucho trabajo logró el cura desterrarle de la población.
"Treinta años después (dice el Dr. Sánchez de Aguilar), siendo yo cura en la dicha villa, volvió este demonio a infestar algunos pueblos de mis anexos, quemando las casas de los pobres indios y en particular en el pueblo de Yalcobá, de donde fui llamado de los indios devotos para que lo conjurase y desterrase de aquel pueblo, donde al mediodía puntualmente o a la una de la tarde entraba un remolino de viento, levantando gran polvareda, y con un ruido como de huracán y piedra pasaba todo el pueblo, o la mayor parte de él; y, aunque los indios se prevenían luego en apagar a toda prisa el fuego de sus cocinas, no aprovechaba; porque de las llamas con que este demonio es atormentado despedía centellas visibles, que como unos cometas nocturnos y estrellas errátiles pegaban fuego a dos o tres casas en un instante, y de ellas se abrasaba la que no tenía gente bastante para apagar el fuego con baldes de agua y mantas mojadas, con que tenía a los miserables indios asombrados y temerosos, y se salían a dormir a la sombra y abrigo de sus árboles frutales, altos y coposos. Y habiendo yo llegado a este pueblo, y comunicado con los indios la misa cantada y solemne que pedían, la misma noche por su despedida quemó una casa bien grande. Y habiendo otro día dicho misa cantada a la intercesión del arcángel San Miguel, abogado de estos indios, hice mi oficio de cura en la puerta que cae al sur, conjuré a este demonio, y con la fe y celo que Dios me dio le mandé que no entrase más en aquel pueblo, con que cesaron los incendios y torbellinos a gloria y honra de su Divina Majestad, que tal poder dio a los sacerdotes". Arrojado de allí, este demonio volvió a infestar la villa de Valladolid con nuevos incendios, pero a fuerza de cruces en los tejados y alturas desapareció definitivamente.
Por muchas generaciones ha dejado de verse, en efecto, este demonio malo; pero bien sabido es que puede tomar la forma que mejor le acomode, y mucho me temo que al fin se haya apoderado allí de algunos malos sacerdotes, aprovechándose de aquella amable debilidad, de que ya otra vez he hablado confidencialmente a mi lector, y que hoy les está sembrando de rosas un camino, en que por ahora no se siente la punzada de las espinas. Yo no abrigo sino muy buenos sentimientos en favor de los clérigos en general, y no pretendo achacarles ningún mal resultado; pero sea causa o efecto del ascendiente que allí tiene este demonio de que voy hablando, lo cierto es que el pueblo de Valladolid me pareció, hablando con franqueza, el peor que yo hubiese encontrado, siendo en general perezoso, dado al juego y bueno para nada. Proverbial es esta frase "Hay mucho vago en Valladolid"; ello es que en ninguno de cuantos puntos he visitado vi jamás tal número de gallos de pelea puestos en traba y atados a lo largo de las paredes. Uno de los motivos de nuestra detención era reparar nuestro equipaje y procurarnos un par de zapatos; pero nada de eso pudimos conseguir. Ni había zapatos hechos, ni zapatero que se comprometiese a trabajarlos por menos tiempo que el de una semana, lo cual, según se nos dijo, podíamos interpretar por dos semanas por lo menos.
Entretanto proseguimos tomando informes y haciendo preparativos para nuestro viaje de la costa. Es imposible imaginarse las dificultades que teníamos para saber algo relativo al camino que debíamos seguir. Don Pedro Baranda tenía un mapa manuscrito levantado por él, y nos lo presentó diciendo que no era muy correcto; además de eso, el punto que deseábamos visitar no se encontraba marcado allí de ningún modo. Sólo había dos personas en la población que pudiesen darnos algunas noticias, y las que nos dieron no podían ser menos satisfactorias. Nuestro primer plan fue dirigirnos a la bahía de la Ascensión, en donde se nos dijo podíamos alquilar una canoa para nuestro viaje costanero; pero afortunadamente nos salvamos por consejos del señor Baranda de dar este paso calamitoso, que nos habría sometido a emprender una prolongada e inútil marcha, y a la necesidad de regresar a Valladolid sin haber hecho cosa alguna de provecho, y eso nos hubiera desalentado de intentar el viaje de la costa en otra dirección. En vista de lo que comprendimos en el asunto determinamos dirigirnos al pueblo de Chemax, desde donde según los informes recibidos había un camino directo a Tancáh. Aquí, a lo que se nos dijo, había un bote en el astillero muy próximo a concluirse, y era probable que a nuestra llegada estuviese listo, en cuyo caso podíamos conseguirlo para hacer un viaje a la costa oriental.
Antes de nuestra partida el Dr. Cabot hizo una operación del estrabismo bajo circunstancias que nos fueron peculiarmente satisfactorias; y el sábado, muy contento del completo resultado de la operación, montamos a caballo después de haber comido temprano para dirigirnos a la costa, encaminándonos primero a la casa del señor Baranda, y después a la fábrica a decir el último adiós a Mr. Burke. El camino era ancho, y estaba arreglado recientemente para calesas y carretas. A poca distancia nos encontramos con una numerosa partida de indios errantes que volvían de una cacería a lo largo de las costas. Desnudos, armados de largas escopetas y trayendo a cuestas venados y jabalíes, su aspecto era el más atroz del de cuantos pueblos había yo visto. Eran parte de aquellos indios que se levantaron al llamamiento imprudente del general Iman, y parecía que estaban listos para combatir en cualquier momento.
Ya había anochecido cuando llegamos al pueblo. En medio de la oscuridad se veía la silueta de la iglesia, y algo más allá, el convento en cuya portada había una luz. El cura estaba sentado junto a una mesa rodeado de los principales del pueblo, que se pusieron en movimiento al rumor de las pisadas de nuestros caballos; y, cuando nos presentamos en la puerta, un cohete arrojado entre ellos no les hubiera asombrado tanto como nuestra presencia. Aquel pueblo era el último entre Valladolid y Tancáh, y por cierto que la sorpresa recibida en nada se disminuyó, cuando dijimos que estábamos en camino para Tancáh. Todos ellos nos afirmaron que ésa era una empresa imposible, pues que aquella población no era más que un mero rancho distante de allí setenta millas de espesas, ásperas y desoladas florestas, sin que hubiese a través de ellas camino ninguno, sino simples veredas casi obstruidas. En efecto, era imposible ponerse en marcha sin hacer preceder indios que fueran abriendo el camino por todo el tránsito, y para coronar la obra debíamos entretanto dormir en los bosques, expuestos a los mosquitos, garrapatas y a la lluvia, que en nuestra situación mirábamos con más temor que nada.
El tal rancho a donde habíamos proyectado dirigirnos fue establecido por un tal Molas, contrabandista o pirata, quien sentenciado a muerte en Mérida, se había escapado de su prisión, estableciéndose en aquel punto solitario fuera del alcance de la justicia. Enviose tropa en persecución suya, pero, habiendo llegado hasta el pueblo de Chemax los que le seguían la pista, regresaron sin haber podido avanzar. En consecuencia de las nuevas conmociones políticas, del cambio de gobierno y del transcurso del tiempo, la persecución, según se la llamaba, contra el pobre de Molas había cesado. Acometido de una enfermedad, vino desde la costa y se presentó en el pueblo para proporcionarse algunos auxilios y medicinas. Nadie le molestó en todo el tiempo de su permanencia, y después de haberla prolongado, emprendió a regresar a pie a las orillas del mar en compañía de un solo indio; pero, rendido de fatiga y cansancio, cayó muerto en el camino ocho leguas antes de llegar al rancho.
Todos estos relatos los recibimos cuando no los esperábamos, y desconcertaron enteramente nuestros planes. Y en verdad que nada prueba la más absoluta ignorancia que existe en aquella región en punto a caminos, que el hecho palpitante de que, después de diligentísimas y minuciosas investigaciones practicadas en Valladolid, nos hubiésemos puesto en marcha en la inteligencia que caminábamos directamente a Tancáh, y verificado nuestros arreglos y preparativos en este sentido, mientras que a seis leguas de distancia nos encontrábamos súbitamente detenidos en una parada mortal.
Mas lo de regresar a Valladolid no entraba de ninguna manera en nuestras deliberaciones. La única cuestión era saber si nos atreveríamos a emprender el viaje a pie. En verdad que para nosotros habría sido una variación agradable, puesto que no hay cosa más molesta que andar tropezando con el caballo a lo largo de esos caminos pedregosos, pero nuestros sirvientes estaban previendo una gran acumulación en sus labores, y después de eso el riesgo de exponernos a la lluvia merecía una seria consideración. Además de que existía una pequeña dificultad, que, viéndolo bien, era de las más graves y que para vencerla se necesitaba una dilación de muchos días: esa dificultad era la falta de zapatos, pues los que yo tenía puestos no podían servir para una caminata semejante. No quedaba, pues, otra alternativa que dirigirnos al puertecillo de Yalahau y tomar desde allí una canoa. Este arreglo nos sujetaba a la necesidad de hacer dos viajes por la costa, en vez de uno, y demandaba tal vez quince días para llegar a Tancáh, mientras que hasta allí habíamos conservado la esperanza de verificar esta marcha en tres días; pero, en fin, había pueblos y ranchos en el camino, y era tal la probabilidad de proporcionarse una canoa, que, atentas las circunstancias en que nos hallábamos, quedamos muy contentos de haber descubierto aquella alternativa.
En medio del disgusto producido por el trastorno completo de nuestros planes, nos consolaba la apariencia de comodidad que tenía el convento, y la recepción franca y cordial que nos hizo el cura García. La sala estaba adornada de pinturas y grabados, que representaban algunos pasajes de las novelas de Walter Scott, dispuestos para los mercados españoles y con rótulos en lengua castellana; de espejos de marcos sobredorados procedentes del Norte, y de un gran cilindro u órgano de mano, horriblemente desafinado, en el cual se puso a tocar el cura, para cumplimentarnos, el aire inglés "God save the king" (Dios salve al rey). Además de todo esto, los rostros risueños de las mujeres que acechaban por las puertas, hasta que al fin, sin poder contener su curiosidad, invadieron la sala. El cura permaneció en conversación con nosotros hasta una hora avanzada de la noche, y, al retirarnos, siguionos hacia el cuarto que nos había destinado, y allí permaneció hasta que nos metimos en las hamacas. Extendíase su curato hasta las orillas del mar, las ruinas que teníamos intención de visitar estaban comprendidas en él; pero nunca había estado allí y ya trataba de ir en compañía nuestra.
Al siguiente día el Dr. Cabot tuvo un acceso de calentura, de la que nos dijo el cura que casi estaba complacido, y nosotros no dejábamos de estarlo por tener una excusa para pasar el día con él. Era domingo, y, cuando se revistió de su sotana negra, confieso que nunca había visto un clérigo de apariencia más respetable. Y no solamente era un clérigo, sino también hombre que hacía la política. Acababa de ser diputado del Congreso Constituyente, que formó la actual Constitución del Estado, había representado un papel notable en las discusiones, distinguiéndose, según fama, por su vigorosa y varonil elocuencia. La Constitución que había contribuido a formar prohibía a los clérigos tomar parte en lo sucesivo en los negocios civiles; pero desde la claraboya de su retiro contemplaba atento la política del mundo. Interesábale a la sazón la clase de relaciones que entonces conservaba México con Texas: acababa de recibir un papel de Mérida que contenía una traducción del discurso inaugural del presidente Houston, y frecuentemente recalcaba la especie allí vertida de que "no había un solo peso en la tesorería y existía una deuda de diez a quince millones". Por tanto, predecía la caída de aquella República, añadiendo que el ejército que reconquistase a Texas no dejaría de proclamar emperador a Santa Anna, retrocedería a la capital y colocaría la imperial diadema en la cabeza de aquel caudillo.
En medio de los desórdenes de la guerra civil que devastaba su propio país, nos contemplaba como el verdadero modelo de una República, y nos dio muchos, aunque no siempre muy exactos detalles; y por cierto que no dejaba de causarnos notable extrañeza escuchar en este poblacho interior de indios el relato de los últimos acontecimientos de nuestra propia capital, encontrando en aquel rincón un hombre que tomase en ellos un interés tan profundo.
Pero el cura poseía conocimientos más exactos acerca de lo que tenía y le tocaba más próximamente. El partido de Chemax contenía cerca de diez mil habitantes, y ya existía desde los tiempos de la Conquista. Cuatro años después de la fundación de Mérida, los indios de la comarca de Valladolid fraguaron una conspiración para exterminar a los españoles; y el primer golpe se dio en Chemax, en donde habiendo tomado a dos hermanos los crucificaron, matándolos después a flechazos. Al ponerse el sol, bajáronlos de las cruces, los descuartizaron y enviaron las cabezas y miembros mutilados a diferentes pueblos para mostrar que había sonado ya la hora de las venganzas.
El curato de Chemax comprendía todo el terreno que media entre el pueblo y la costa. El cura García por orden del Gobierno había extendido un informe relativo a la naturaleza y carácter de la comarca que estaba a su cargo y los objetos de curiosidad e interés que en ella se hallaban; y de ese informe he copiado el siguiente pasaje relativo a las ruinas conocidas con el nombre de Cobá.
"En la parte oriental de este pueblo, a distancia de ocho leguas y catorce de la cabecera de Distrito, cerca de una de las tres lagunas, existe un edificio que los indios denominan las "Monjas". Consiste en varias líneas de dos pisos, cubiertas todas de bóveda de ruda cantería, y cada pieza es de seis varas en cuadro. Su pavimento interior se conserva intacto, y en una de las paredes del segundo piso hay pintadas algunas figuras en diferentes actitudes, mostrando sin duda, conforme a la suposición de los nativos, que son ésos los restos de aquel detestable culto hallado tan comúnmente. Desde ese edificio parte una calzada de diez o doce varas de ancho, que corre en dirección del sudeste hasta una distancia que no se ha descubierto con certidumbre cuál sea, si bien algunos afirman que lleva hasta Chichén Itzá".
A nuestro modo de ver, lo más interesante que aparecía aquí era la calzada; pero, según informes de algunos del pueblo, nada descubrimos que rectificase o aumentase ese interés. Ni el cura mismo había visitado jamás esas ruinas, y, según se nos dijo, yacían sepultadas en la espesura de las florestas, sin que hubiese allí cerca rancho ni habitación ninguna; y como nuestro tiempo era demasiado preciso para trastornar nuestros nuevos arreglos, no nos determinamos a cambiar de dirección y pasar a ver dichas ruinas.
Pero el cura poseía otras noticias interesantes. En su propia hacienda de Kantunil, dieciséis leguas más vecina de la costa, había varios montículos, en uno de los cuales, mientras se estaba practicando una excavación para sacar piedras destinadas a la fábrica, los indios descubrieron un sepulcro que contenía tres esqueletos pertenecientes, según nos dijo el cura, a un hombre, a una mujer y a un niño; pero todos ellos por desgracia en tal estado de decadencia, que al intentar removerlos se hicieron pedazos. A la cabecera de estos esqueletos había dos vasos de barro con tapaderas de la misma materia. En uno de ellos había una numerosa colección de adornos indígenas, como cuentas, piedras y dos conchas o caracoles cubiertos de grabaduras. Ese grabado está en bajorrelieve y es muy perfecto: es uno mismo el objeto representado en ambas conchas, y aunque hay alguna diferencia en los detalles, es fácil conocer que es del mismo tipo de la figura que tenía el vaso descubierto en Ticul, y la que estaba esculpida en la pared de Chichén. El otro vaso estaba casi enteramente lleno de puntas de flechas, no de pedernal, sino de obsidiana; y como en Yucatán no hay volcanes de donde pudiera extraerse la obsidiana, este descubrimiento prueba la existencia de relaciones entre esos países y las regiones volcánicas de Anáhuac. Pero, además de eso y mucho más interesante y de mayor importancia todavía, era el hecho de haberse hallado entre las puntas de las flechas un cortaplumas con cabo de cuerno. Todo eso se hallaba en poder del cura, cuidadosamente preservado en una bolsa, que vació sobre la mesa para que examinásemos, y ya debe suponerse que, a pesar de ser todo muy curioso e interesante, lo que más nos llamó la atención fue el cortaplumas. El cabo de cuerno estaba casi destruido y el hierro de la lámina muy tomado de orín y casi convertido en polvo. Este cortaplumas no pudo haber sido hecho jamás en el país. Entonces, ¿cómo fue a dar a un sepulcro indio? Mi respuesta es que, cuando las fábricas de Europa y este país se pusieron en contacto, ya el hombre rojo y el hombre blanco se habían encontrado. Las figuras esculpidas en las conchas, estos pequeños y destructibles recuerdos de otros tiempos accidentalmente desenterrados, identifican completamente los huesos hallados en el sepulcro con los constructores de Chichén y esas misteriosas ciudades, que hoy yacen sepultadas en la espesura de las florestas; y esos huesos fueron depositados en su sepulcro después de haberse introducido en el país el cortaplumas. Tal vez los cálculos y la ciencia pueden asignar otras causas; pero en mi opinión debe inferirse razonable, si no irresistiblemente, que, al tiempo de la Conquista y aún después de ella, los indios vivían y ocupaban actualmente esas mismas ciudades cuyas grandes ruinas contemplamos hoy con admiración. Un cortaplumas, uno de esos pequeños presentes que distribuían los españoles, llegó a manos de algún cacique remoto de la capital, murió en su pueblo nativo y fue sepultado con los ritos y ceremonias transmitidos por sus padres. Aun hoy mismo un cortaplumas es un objeto de curiosidad y admiración entre los indios, y acaso en todo Yucatán no se encuentra uno solo de esos instrumentos en manos de un indio. Es indudable que al tiempo de la Conquista un cortaplumas debía de considerarse como una cosa preciosa, digna de ser sepultada con los muebles que había heredado el propietario, acompañándole al mundo de los espíritus. Yo tenía un vivísimo deseo de conseguir estos objetos: el cura con cortesía española me decía que eran míos, que yo dispusiese de ellos; pero se conocía evidentemente que los apreciaba mucho, y, a pesar de mis positivos deseos, no creí propio tomarlos.